Camino de Santiago descalzo – Etapa 6 (¡última!)

¡Y llegó el día! El último día de caminata y de peregrinación; el día en que llegaríamos andando hasta Compostela después de unos 120 km.

ETAPA 6: De Padrón a Santiago de Compostela

La jornada amaneció lluviosa… y no sólo no mejoró, sino que fue a peor. Lo cierto es que fue nuestro único día de mojarnos durante la aventura, por lo que en realidad nos consideramos bastante afortunados. Caminar bajo el sol se hace bastante más penoso que bajo la lluvia, pero la lluvia es muy incómoda. A Dors_Seldon le sirvió el aguacero para comprobar que un impermeable súper chachi que se había comprado en El Corte Inglés no era tan impermeable (ni, por tanto, tan chachi); y a mí que mi traje de lluvia estaba ya tan viejo y gastado que tampoco era ya impermeable.

Los pies, sin embargo, aguantaron bien, y aunque caminar mucho rato sobre mojado hace que se le reblandezca a uno la piel y que se sufran más las irregularidades del terreno, a mí lo que me molestaban más eran las zonas de «piel gastada» de las que os hablé en la entrada anterior. Pero nada especialmente grave. Más me incomodaban el chubasquero y la lluvia incesante, la verdad.

Por cierto, que a Dors_Seldon le descambiaron el impermeable en El Corte Inglés cuando volvimos.

En la foto de arriba podéis ver una estampa muy típica de otros Camiños y que en el portugués no abunda tanto: la etapa pasando por las callejuelas de piedra de pequeñas aldeítas en las que es más común encontrar terneras que humanos. La foto siguiente es de una máquina de «vending» integrada en el entorno rural. Me encantó.

Al cabo de no mucho rato pasamos por una población mayor, y concretamente frente a la que parecía la iglesia del Santo Dólar (ver foto). Una vez entramos y preguntamos nos dijeron que se trataba del Santuario da Escravitude, y el palito del dólar era más bien un clavo de la cruz. Pero decidme si la primera impresión no es la de la divisa más famosa del mundo…

Dentro de la iglesia de la Esclavitud nos selló la credencial un señor muy amable, y seguimos la etapa alejándonos de la carretera, la sempiterna nacional 550, que discurre paralela (o simultánea) al Camiño portugués.

A partir de aquí la etapa transcurrió nuevamente pasando por la clásica variedad de paisajes a la que ya estábamos acostumbrados, lo cual era algo maravilloso, dado que se trataba de la última jornada. Me explico. Por un lado, nos habían dicho que la última etapa era muy fea. Por otro, mi experiencia en el camino Francés, el del Norte y el de la Vía de la Plata había sido exactamente esa: todas estas rutas convergen el las dos o tres últimas etapas, y la última, la que llega a Santiago desde Lavacolla, entra a la ciudad por el aeropuerto y por un horroroso polígono industrial. Así que pasar TODA la etapa atravesando bosques, praderas y pueblecitos… pues fue una gozada. Y la entrada a Santiago por esta ruta es infinitamente más bonita, a través de barrios residenciales.

Por tanto, desde este rinconcito de internet y con la autoridad que me confiero yo mismo, afirmo rotundamente: LA ÚLTIMA ETAPA DEL CAMINO PORTUGUÉS TAMBIÉN ES MUY BONITA. Ea.

Aparte de disfrutar del paisaje, nos encontramos con algunas cosas curiosas que podéis ver en las siguientes fotos. Por ejemplo, una señal de prohibido ir a más de DIEZ por hora. Creo que nunca había visto un límite tan bajo. Y luego, algo que sólo se explicaba viendo la de agua que nos estaba cayendo encima: musgo creciendo entre las piedras que forman el macadán del asfalto. Una textura súper curiosa de pisar.

Aunque estábamos disfrutando mucho la etapa, también estábamos cansados y con ganas de reposar en un sitio seco, así que encontrarnos con esta bifurcación fue un reto inesperado:

¿Qué sería mejor? ¿Ir por Santa Marta o ir por Conxo? Nos habían dicho que cuando viéramos rutas «complementarias» o «alternativas» las tomáramos, pero ¡este no era el caso! Se trataba de dos «rutas principales». Y sabiendo que estábamos ya muy cerca (y mojados y cansados) lo que queríamos es tomar la más corta.

Nos empezamos a acumular en este cruce un número importante de peregrinos haciéndonos la misma pregunta. Entre nosotros y a Google. Pero Google no lo tenía nada claro tampoco. Finalmente, y tras consultar en foros sin fin, parecía que la opción más directa para llegar a la catedral era coger por Santa Marta. Y así lo hicimos. Creo que no nos equivocamos, ya que nuestra sensación fue de una entrada bastante directa en la ciudad, sin dar muchas vueltas. Así que, por si a alguien le sirve para cuando esté en esta situación y se ponga a buscar en Google, lo dejo por aquí: LA RUTA POR SANTA MARTA ES MÁS DIRECTA Y MÁS CORTA. Aunque puede que por Conxo sea más bonita. Si alguien puede corroborar toda esta información, que nos lo escriba en los comentarios, porfa.

Y así, entrando por la zona residencial de Santiago y pasando por la Avenida de Rosalía de Castro, ¡llegamos finalmente a la Catedral! ¡Desde Tui hasta el corazón de Compostela! ¡Victoria!

Pasamos en Santiago un par de noches en la pensión Tambre. MARAVILLOSA. Incialmente no parecía gran cosa, y además daba la impresión de estar muy alejada del centro. Pero en realidad eran no más de 10 minutos andando hasta la catedral (Santiago es más pequeña de lo que parece), estaba muy bien cuidada, las dueñas eran encantadoras y, encima, nuestra habitación hacía esquina y tenía dos ventanas: una que daba a todas las colinas verdes y otra desde la que se veía la ciudad… y desde esa ventana pudimos ver los fuegos artificiales del Día de Santiago, desde la cama. ¡Qué gozada!

Eso es algo, por cierto, que no habíamos comentado: llegamos a Compostela el viernes 23 de julio, por lo que al día siguiente por la noche se celebrarían las festividades del Apóstol. No lo habíamos hecho a propósito; es más: querríamos haberlo evitado, pero finalmente las fechas que nos cuadraron para el viaje fueron las que fueron. Mas como no hay mal que por bien no venga, pudimos disfrutar de unos más que bien costeados fuegos artificiales desde nuestra habitación (♥).

Eso sí: la contrapartida (y razón por la que queríamos evitar esas fechas) es que las previsiones se cumplieron: estaba todo abarrotado de gente. Ni siquiera conseguimos entrar a ver la Catedral; casi nos quedamos sin comer el viernes porque estaban llenos TODOS los restaurantes en un radio de dos kilómetros (prometo que no estoy exagerando); había despliegues de seguridad por doquier debido a la visita de los reyes; había escenarios montados por todos lados para conciertos que ya tenían el aforo completo… y así.

Pero pese a todo, Compostela es una ciudad que enamora, e incluso atascada de turistas y peregrinos merece mucho la pena la visita. O será que yo le tengo mucho cariño después de cinco Camiños.

Os comento algunas de las fotos que tenéis sobre estas líneas. La primera imagen es una obra de arquitectura contemporánea muy curiosa que hay en el parque de Vista Alegre. La segunda es la entrada a dicho parque, que parece sacada de una película steam punk. MA-RA-VI-LLO-SA. Proclamo.

En la segunda línea de fotos tenéis el mercado de abastos, que aunque lo pillamos ya cerrando todavía llegamos a tiempo de comprar algunos quesos. El resto de las fotos son de las bulliciosas calles de Santiago, algunas bajo la lluvia y otras con la luz dorada del atardecer. Tengo que reconocer que aunque lo de que lloviera fue un fastidio, mi lado romántico estaba encantado de vivir en directo eso de que «Chove en Santiago», un precioso tema popularizado en la versión de Luar Na Lubre. Os lo dejo aquí:

Me habría gustado mucho ir a misa a la Catedral, aunque no fuera la misa del peregrino. Pero fue absolutamente imposible: aforo completo. Así que intenté buscar la iglesia más antigua que pude para asistir a una, el sábado por la tarde. Fue sorprendentemente difícil encontrarla: la mayoría de las iglesias del centro sólo celebraban una misa el sábado, y había sido por la mañana. La única que me cuadró fue la iglesia de Santa María Salomé, donde la misa la ofició un cura muy, muy mayor, que se movía muy despacito y con mucha dificultad, pero ahí estaba al pie del cañón. Como curiosidad, comentar que la iglesia de Santa María Salomé es la única dedicada a esta Santa, madre del Apóstol Santiago, y que tiene en la clave de la portada una Virgen amamantando al Niño, y a la izquierda una virgen embarazada.

Y hasta aquí el Camino de Santiago. ¡Pero no Galicia! Como ya habíamos comentado en la entrada sobre los preparativos, ya que estábamos en Compostela y teníamos el coche, ¿por qué no aprovecharlo para patearnos un poco más la región? Así que aunque ya no sería andando, aún nos quedaban unos cuantos días de visitar sitios increíbles… ¡seguid atentos! ¡Empieza el pos-Camiño!

Camino de Santiago descalzo – Etapas 4 y 5

Cuando amaneció en Pontevedra nos dimos cuenta que ¡ya habíamos superado el ecuador de la peregrinación! Por ahora, ni Dors_Seldon ni yo teníamos la más mínima ampolla ni ningún tipo de molestia en los pies (aparte de agujetas). Así que corroboramos lo que siempre hemos venido diciendo en este blog: que el pie humano está diseñado para funcionar bien él solito, sin ayudas externas (o con las mínimas). Yo hasta ahora no me había calzado ni una sola vez, y Dors_Seldon lo que llevaba eran unas sandalias planas.

ETAPA 4: De Pontevedra a Caldas de Reis

Volvimos a salir a la hora habitual, atravesando una Pontevedra desierta y fascinante, llena de contrastes entre historia y modernidad. Como a la media hora de estar andando nos dimos cuenta que nos habíamos dejado la comida y el agua en el frigorífico del hotel… Sopesamos varias ideas: darlas por perdidas, volver andando, o la que finalmente se decidió: coger un taxi y que nos volviera a dejar en el mismo sitio una vez recuperadas nuestras cosas. Lo cierto es que fue probablemente la mejor opción, ya que la etapa se acabó haciendo un poco tediosa y cansina, además de ser de las más largas, y haberla prolongado una hora más no habría sido una buena idea.

La primera mitad de la etapa fue bonita, pasando por lugares similares a los que ya habíamos venido disfrutando en etapas anteriores. Lamento que las fotos sean «todas iguales» pero ¡la cabra tira al monte! [la cabra soy yo y el monte son los bosques, los arroyos, el musgo y la hiedra].

Pasada la mitad de la etapa hay un lugar que, aunque supone un pequeño desvío de un kilómetro (ida y vuelta), merece mucho la pena visitar. De hecho, estaba lleno de peregrinos. Nos referimos a las Fervenzas (cascadas) del Río Barosa. La verdad es que por el tipo de cascada y de bosque circundante nos recordó mucho a algunos paisajes de nuestra Andalucía (que ya conoceréis si sois seguidores del blog 🙂

Pasadas estas cascadas, la etapa se hizo extremadamente monótona y cansada. No fueron muchos kilómetros, pero parecía que no tenían fin. Caminábamos todo el rato por asfalto o por pistas de una tierra gris, casi blanca, sin sombras bajo las que guarecerse, y rodeadas de parras. Parras y más parras. Menos mal que estaba nublado y el padecimiento fue menor. Y era todo llano. «Pero eso es bueno, ¿no?» Sí… pero también hacía que el paisaje perdiera interés.

Y, gracias a tanto asfalto, empecé a padecer algo que me habían contado que sucedía y que no me podía creer. Algo que de lo que ya os hice un tráiler hace un par de posts: Se me «gastaron» las plantas de los pies. Así, tal cual.

Cuando uno es descalcista y empieza a dejar de usar esa muleta que se nos ha vuelto imprescindible pero que en realidad no lo es (hablo del calzado), el cuerpo empieza a recuperar sus funciones. Se fortalecen músculos que estaban atrofiados, se recupera el panículo adiposo en las plantas (perdido por culpa de la amortiguación que proporcionan las almohadillas de los zapatos), y se regruesa la piel, de manera no se lastima uno al pisar objetos irregulares. Como cualquier otro mamífero, vaya.

Así que cuanto más se camina descalzo más crece esa película de protección, esa piel, sin llegar a formar durezas como tales en ningún caso, ya que el roce con el suelo va limando lo que sobra. El problema es que el asfalto, que no es terreno natural, gasta más piel de la que ayuda a regenerar. Como una lija, o una piedra pómez. No es algo que se note en unos pocos kilómetros, desde luego. Pero es que nosotros ya llevábamos como 80, siendo aproximadamente la mitad de ellos (así a ojo) por asfalto. Y mis pies lo notaron al final de la etapa. Sobre todo el derecho.

A simple vista no tenía nada: ni una ampolla, ni una rozadura… nada. Pero en las zonas en las que más apoyaba, que solían ser las que tenían la piel más gruesa, ahora tenía un epitelio finito y limado, que aunque no me molestaba per se, sí que me suponía una molestia si «la piedrecita» del camino caía justo ahí. ¡Menos mal que no había muchas piedrecitas (en general)!

Aún así, he de decir que la molestia era muy leve, y me seguía rentando más no ponerme las sandalias huaraches de emergencia que llevaba en la mochila.

Pues así, con los pies lijados y los ánimos un poco bajos por la monotonía del final de la etapa, llegamos al precioso pueblo de Caldas de Reyes, o Caldas de Reis, donde decidimos que nos íbamos a dar el homenaje de hospedarnos en el Balneario Acuña.

Caldas está ubicado sobre surgencias de aguas termales naturales, aguas sulfurosas (y calentitas) que ayudan a tratar ciertas enfermedades cutáneas. Hay varias fuentes públicas en el pueblo, y los peregrinos dan buena cuenta de ellas, restaurando el bienestar de los pies. Dors_Seldon fue toda una campeona: mientras que yo no aguanté más de unos segundos con los pies metidos en esa agua tan caliente, ella estuvo varios minutos…

El balneario, por cierto, está muy bien cuidado y atendido, pero las instalaciones son antiquísimas. La verdad es que tenía el encanto de la decadencia: pasear por sus pasillos era como transportarse a una película ambientada en un sanatorio de primera mitad del siglo XX.

ETAPA 5: De Caldas de Reis a Padrón

A la mañana siguiente dejamos Caldas al amanecer (como siempre), descubriendo nuevos rincones del pueblo. La etapa 5 nos llevaría hasta Padrón, y era más cortita que la anterior, lo cual agradecimos enormemente, dado lo eterno que se nos había hecho llegar a Caldas.

Por el Camiño coincidimos con varios grupos de peregrinos, algunos a los que ya conocíamos de otras etapas y otros nuevos, y la verdad es que estuvimos entretenidos la mayor parte del tiempo. Una de las cosas más bonitas de la peregrinación es la cantidad de gente diferente que conoces. Diferentes procedencias, diferentes edades, diferentes maneras de entender la vida, diferentes motivaciones… pero todas maravillosas, y que te hacen aprender mucho y apreciar la increíble diversidad del ser humano.

Y aunque se puede hablar de cualquier cosa con todo el mundo, al final el tema del barefooting era siempre recurrente. Quienes compartían con nosotros algunos kilómetros (o algunos descansos) me acababan preguntando con genuina curiosidad e interés. La verdad es que, en ausencia de otra cosa, es un estupendo «iniciador de conversaciones».

La etapa fue muy variada, pasando por zonas de pradera, zonas de bosque, pueblos, carreteras… El tiempo estaba muy nublado, haciendo que la temperatura fuera perfecta.

Finalmente alcanzamos Padrón, un pueblo que de primeras me resultó más bien feo, pero que sin embargo me fue gustando más y más conforme lo íbamos pateando.

En Padrón, además de los sempiternos pimientos (que tienen troquelados en el mobiliario urbano, detalle que me cautivó), existen algunas obras de arquitectura histórica realmente meritorias, como el Convento do Carme, que domina la ciudad desde una imponente plaza que, por su situación, parece la del árbol blanco de Gondor; o la iglesia de Sta. María de Iria Flavia (aunque, estrictamente, Iria Flavia ya es el pueblo de al lado, hoy en día). Junto al río Sar hallamos la iglesia de Santiago Apóstol, donde se encuentra el Pedrón, la piedra a la que, según cuenta la tradición, se amarró la barca que transportaba los huesos del Apóstol Santiago para desembarcarlos.

El peregrinar a los santos lugares de Padrón le puede suponer a uno conseguir la Pedronía, el equivalente local a la Compostelana que se obtiene al finalizar el Camino de Santiago.

Aparte del casco histórico, quizá lo que más nos gustó fue subir hasta la ermita de Santiaguiño do Monte. Aunque después de caminar 18 km no apetecía mucho el esfuerzo de trepar por unas escaleras bastante interminables, no nos arrepentimos de haberlo hecho. Las vistas eran muy bonitas, y el entorno idílico.

Al bajar de Santiaguiño do Monte escuchamos sonidos de gaitas… ¡había una banda ensayando en un local junto al río, y se les escuchaba a través de las ventanas! Ese detalle de Padrón me terminó de cautivar, haciendo que se desvaneciera por completo esa primera mala impresión que tuve.

Ése, y el encontrarnos a un grupo de gente enfrascada en un juego que consistía en lanzar unos discos desde una cierta distancia intentando acertarle a una especie de cruz metálica, que era el objetivo. Un juego de puntería que bauticé como «Petanca Sacra» y que no tengo ni idea de en qué consiste realmente o cuál es su verdadero nombre, pero que tenéis que reconocer que es maravilloso.

¡Y hasta aquí la quinta etapa! ¡Ya sólo nos queda una jornada para llegar a Santiago!

Camino de Santiago descalzo – Etapa 3

La tercera etapa del camino portugués fue una de las que más disfrutamos. Y como tenemos tantas fotos, se ha ganado una entrada en el blog para ella sola.

ETAPA 3: De Redondela a Pontevedra

Ya nos habían advertido, antes de empezar a andar, que siempre que pudiéramos tomáramos los caminos alternativos, aunque fuesen un poco más largos. Y no puedo dejar de agradecerles el consejo a quienes nos indicaron así, ya que algunas etapas que podrían haber resultado bastante feas por transcurrir por zonas muy urbanas e incluso industriales se convirtieron en caminos idílicos de cuento de hadas. Y ése fue el caso de la etapa 3. Pero vayamos por partes.

Comenzamos a andar, cómo no, antes que saliera el sol, cuando el cielo ya tiene color claro pero las farolas aún lo tiñen todo de naranja. La etapa discurría nuevamente alternando zonas de bosques, sembrados y parras, resultando un paseo agradable, y aunque existían cuestas, se sobrellevaban bien, al ser o bien cortas o bien de escasa pendiente.

Llegamos al Ponte Sampaio, el cual conocía también (como me pasó con la isla de San Simón) por el nombre de una muiñeira. Os dejo aquí esta bonita versión del tema en cuestión. Las vistas del puente desde uno y otro lado son preciosas, y merece la pena dedicar un buen rato a disfrutarlas.

Tras pasar Ponte Sampaio empezaban ya a abundar las parras, un paisaje que en las siguientes etapas (y sobre todo en la cuarta) iba a acompañarnos bastante frecuentemente. Nos llamó mucho la atención ver tantas, y sobre todo la manera de cultivarlas. En Andalucía se estila más la vid, pero en Galicia lo que vimos fueron galerías y galerías de estas pérgolas de baja altura fabricadas con postes macizos de granito.

Pero lo mejor de la etapa fue el tramo final. Uno que presuntamente es horrendo si tomas el trazado «original» pero que se convierte en una maravilla si tomas el trazado «alternativo», como adelanté al principio. No hay que tenerle miedo: está perfectamente indicado con los mojones oficiales de la Xunta, y aunque tiene el inconveniente de que deja de marcarte los kilómetros (y seguramente se haga alguno más), merece muchísimo la pena.

Básicamente, el camino transcurría a la vera del río Tomeza en una especie de parque que hay a las afueras de Pontevedra, pero que es más bien un bosque de cuento de hadas. ¡Espectacular! Al menos para los que somos de secano y lo flipamos con musgos, hiedras, helechos, riachuelos y árboles de hoja caduca.

El suelo era una puñetera delicia. Estaba húmedo y elástico. ÉLÁSTICO. Se hundía un poco el pie pero luego no llegabas a dejar huella en la mayoría de los casos. Dors_Seldon me acompañó descalza por aquí un buen rato: el terreno lo merecía. Y además, ¿sabéis la gozada que es poder meter los pies en cada arroyo que te cruzas, sin tener que pararte a quitarte ni ponerte nada luego?

Tardamos ¿dos horas? en hacer 3 o 4 kilómetros… Ni lo recuerdo. Pero es que no nos pesó. Íbamos parándonos en todos los rincones a echar fotos. Si es que en Galicia mola hasta pasar por debajo de los puentes y túneles de las carreteras…

Y el final de la etapa, Pontevedra, nos encantó. Es una ciudad pequeñita pero con un casco histórico precioso y lleno de historia. Disfrutamos especialmente de la visita a San Domingos (Santo Domingo): las ruinas de una iglesia gótica en medio del centro. Si seguís el blog ya sabéis cuánto me gustan las ruinas, así que poder campar a mis anchas en unas como colofón de una etapa con paisajes sacados de la Tabla Redonda fue… maravilloso. Felicidad plena.

Os dejo más imágenes del resto del casco histórico. Y de la cena. Que estaba muy rica (como siempre). Ah, por cierto: el hotel donde nos quedamos nos gustó mucho, y aunque el desayuno era un poco cutre, la habitación estaba muy bien; amplísima, todo nuevo, y en pleno centro. Acolá Rooms, por si os interesa.

Y hasta aquí la tercera etapa. ¡Seguid atentos!

Camino de Santiago descalzo – Etapas 1 y 2

¡Ahora sí! Tras dos días de turismo hasta llegar a Galicia en coche, toacaba ya empezar a caminar. Nos levantamos descansados porque, aunque pasamos un poco de calor por la noche, en general dormimos bien en el albergue. Que por cierto recomendamos mucho: Albergue Pallanes. Estaba prácticamente a estrenar; muy bien cuidado y con una arquitectura muy bonita. ¡Pero no podíamos pararnos a disfrutarlo más: había que ponerse en marcha!

ETAPA 1: De Tui a O Porriño

Como bien saben quienes han hecho el Camiño, uno de los enemigos del peregrino es el calor. Caminar sin sombra con más de veintitantos grados empieza a ser un suplicio, así que desde el primer día Dors_Seldon y yo adoptamos la sana y peregrina costumbre de ponernos en marcha antes del amanecer, para intentar llegar al término de las etapas antes del mediodía.

El aroma a humedad y las imágenes de las calles y los campos desiertos en el crepúsculo que precede al alba son de esas impresiones que se te quedan grabadas para siempre, formando ya parte de tu imaginario personal del Camino de Santiago.

En comparación con el día que aparcamos en Santiago, que casi me quemé las plantas, la temperatura del suelo era ahora fresca, fría en realidad, aunque no como para resultar incómoda. Mejor así, porque teníamos por delante unos 120 km, y mi intención era recorrerlos enteramente descalzo si no había problema. No obstante, siempre llevo encima unas sandalias huaraches por si en algún momento necesito calzarme (lo cual no me supone ningún inconveniente, aunque reconozco que me da mucha pereza pararme a sacar las sandalias de la mochila y ponérmelas).

Esta primera etapa fue muy bonita, y resultó un preludio del resto del camino portugués: un recorrido sin muchas cuestas ni muy pronunciadas (con alguna muy escasa excepción), pasando más por pueblos grandes que por aldeas, y más por bosques que por campiñas.

El tiempo nos acompañó totalmente. Se mantuvo nublado prácticamente todo el Camiño, pero sin llegar a llover salvo en la última etapa, lo cual nos proporcionó una temperatura perfecta para andar y una luz estupenda para las fotos (a las pruebas me remito).

Las texturas del suelo eran fantásticas: tierra húmeda, hojas del bosque y grandes losas de piedra… Y, además, agua por todos lados. Pero eso sí: para que la etapa resulte así de bonita y poder disfrutar de estas texturas, paisajes, olores y demás es necesario, al llegar a una «bifurcación oficial», tomar el «camino alternativo» o variante. ¡IMPRESCINDIBLE! De no hacerlo, en vez de pasar por una zona de bosque junto al río caminaremos varios kilómetros por una zona industrial… [Por «bifurcación oficial» me refiero a que en un momento dado hay dos mojones de la Xunta, cada uno señalando para un lado. Me explayaré un poco más sobre esto en la próxima entrada].

Finalmente llegamos a O Porriño quizá demasiado temprano y en domingo, por lo que todo lo que podíamos hacer era dar paseos por el pueblo. Y aunque en general es un pueblo bastante industrial, tiene una calle comercial principal con bastante encanto (suponemos que mucho más cuando las tiendas están abiertas), y varias muestras muy interesantes de arquitectura de principios del XX del arquitecto Antonio Palacios Ramilo, natural del lugar.

La otra cosa que pudimos hacer fue comer muy bien (nuevamente). Esta vez tocaba meterle mano al pulpo. Qué rico estaba.

Posdata: lo que llevo colgado del cuello en las fotos no es una concha del peregrino, sino la mascarilla. LOL.

ETAPA 2: De O Porriño a Redondela

La siguiente etapa era un poco más fea. Mucho más urbana, y con poca sombra. No obstante, no sufrimos por culpa del sol porque como he dicho estuvo todo el rato nublado, lo cual fue fantástico.

Uno de los puntos interesantes de la etapa fue pasar por Mos, un pueblecito muy pintoresco con unas intervenciones arquitectónicas y urbanísticas muy contemporáneas pero perfectamente integradas en el entorno.

En esta etapa fue cuando empecé a notar uno de los males del Camino Portugués: el excesivo asfalto. No era desagradable en absoluto, ya que la temperatura era estupenda y, por tanto, el suelo no quemaba; y por otro lado las carreteras asfaltadas tienen normalmente unas pendientes más suaves que los caminos de tierra, lo cual es bueno. Pero el asfalto amortigua la pisada mucho menos que el terreno natural, haciendo que las articulaciones sufran más. Y tiene un tercer defecto que, cuando me lo contaron (hace años) no me lo podía creer… pero que tengo que reconocer que es de lo más cierto. Sin embargo, no lo contaré aún… ¡Os dejo con la duda por ahora!

Redondela, el final de la etapa, es un pueblo grande, con un bonito parque que lo atraviesa de Norte a Sur. Nuestro alojamiento estaba pasado el pueblo, lo cual alargaba un poco la etapa (que era de las más cortas) y acortaba un poco la siguiente (que era de las más largas), siendo un win-win.

Como nos sobraba mucha tarde, decidimos bajar a la zona de la playa de Cesantes a pasar el rato, y aunque la pendiente era bastante pronunciada y no apetecía nada el paseo después de los 18 km que nos habíamos metido, al final mereció la pena.

Hizo una tarde preciosa que disfrutamos leyendo y charlando, dejándonos acariciar por la brisa y los rayos del sol poniente, acompañados por las vistas de la bahía y de la isla de San Simón, que yo conocía gracias a la canción de Carlos Núñez «Capitán Nemo«.

Y hasta aquí la crónica de las dos primeras etapas. ¡Seguiremos informando!

Camino de Santiago descalzo – Preparativos

Galicia hay que caminarla para saborearla. Y sabe a bosque, a granito, a lluvia y a gaita. Una combinación que me hace soñar y olvidarme de la rutina del día a día. Quizá por eso este verano he vivido, junto a Dors_Seldon, el que ha sido mi quinto Camino de Santiago, en esta ocasión por la ruta portuguesa.

Pero se nos planteaba un reto: ¿cómo preparar una ruta de estas características con riesgo de contagio de COVID y el consiguiente confinamiento? Al final llegamos a la conclusión de que lo más interesante sería ir con nuestro coche hasta el Norte para que, en caso de contagio, no tuviéramos ni que tomar (suponiendo que nos dejaran) transporte público ni que quedarnos confinados en un alojamiento.

El problema era que viajar con nuestro coche implicaba muchos kilómetros de ida y muchos de vuelta. Así que quizá fuera buena idea partir los trayectos con paradas intermedias. Y ya que íbamos a tener el coche en Galicia, ¿por qué no usarlo para hacer turismo unos días y visitar lugares por los que no pasara el Camino Portugués?

Pues así lo hicimos, y lo que os traigo en esta entrada y las próximas es la crónica de nuestro pre-Camiño, Camiño y pos-Camiño. Como siempre, las fotos están hechas al alimón entre Dors_Seldon y un servidor… ¡Empecemos!

Para comenzar, hay que decir que Dors_Seldon y yo hicimos una planificación bastante exhaustiva de los días. El Camiño en sí lo íbamos a empezar desde Tui, en la frontera de Galicia con Portugal, lo que nos llevaría a recorrer a pie unos 120 km, que dividiríamos en 6 etapas de unos 20 km de media.

Para no derrengarnos a la primera de cambio, intentamos durante esta primavera entrenarnos haciendo rutas de senderismo cada vez más largas. También, y dado que nos quedaríamos unos días de turismo una vez llegados a Santiago, decidimos llevar más equipaje y que nos lo fuera transportando una agencia. Ambas medidas fueron una excelente decisión, y pudimos acabar la peregrinación prácticamente sin problemas.

La ruta en coche hacia Santiago la hicimos estableciendo una parada intermedia en Plasencia. Nos gustó la ciudad, pero hacía demasiado calor. Eso sí, cenamos en un restaurante que, aunque algo caro, nos ofreció una comida excelente. ¡La primera de muchas! Porque lo cierto es que hemos comido de escándalo durante todo el viaje.

Como veis, las fachadas renacentistas de caliza dominaban el paisaje urbano. La lástima es que llegamos bastante tarde, y estaba ya todo cerrado.

Al día siguiente teníamos que llegar hasta Santiago, previa parada para descansar un ratito en un pueblo que nos habían recomendado mucho: Puebla de Sanabria. Cuando llegamos entendimos el porqué de la recomendación: ¡el casco histórico era de lo más pintoresco! A las fotos me remito.

En esta ocasión tampoco pudimos entrar prácticamente en ningún sitio, pero por diferente motivo: ¡llegábamos tarde para coger el tren que nos llevaría desde Santiago a Vigo!

Finalmente llegamos con la hora justa a Santiago, dejamos el coche en un aparcamiento de larga estancia y nos montamos en el tren sin problemas. Una vez en Vigo, fuimos en taxi desde la estación de tren hasta la de Autobuses, y allí tomamos la línea que nos dejaría en Tui, nuestro punto de partida.

En Tui habíamos reservado una habitación en un albergue, y nos quedamos cortos si decimos que el personal fue muy amable con nosotros. Fue la primera de nuestras experiencias extremas en Galicia: o nos encontrábamos con las personas más agradables del mundo o con estúpidas integrales (a veces incluso dentro de la misma familia)… No había término medio.

Lo cierto es que el recibimiento para empezar el Camiño fue fantástico, y eso nos animó mucho. Además, llegamos con tiempo para ver Tui, que también nos habían dicho que era muy bonita, y así lo pudimos constatar.

Lo más impresionante de Tui es su catedral, a caballo entre el románico y el gótico, con un precioso claustro que disfrutamos recorriendo y fotografiando ampliamente a la luz de la tarde.

Fue, también, la primera de las veces de este viaje en que disfruté de pisar suelos de grandes losas de piedra desbastada, que personalmente me encantaron.

Os dejo, para terminar esta jornada «preliminar», con una foto de los brotes de helecho que crecían en una de las plazas de Tui: unos enormes helechos arbóreos que me fascinaron con su crecimiento espiral en cada rama, ramita y hoja.

En la próxima entrada empezamos el Camiño propiamente dicho… Y os iré contando más a fondo qué tal es la experiencia de no llevarse botas para una peregrinación… ¡Hasta entonces!

Más barefooting: Descalzos por el campo

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De los creadores de «Descalzo por la calle«, «Más paseos descalzo» y «Barefooting + Viaje a Zaragoza…«, llega ahora «Descalzos por el campo»…

No, no estamos locos (bueno, sí, pero no tiene nada que ver con lo del barefooting). Para los que no sepan de qué va el tema, se trata de un concepto simple: andar descalzo por gusto en lugares en los que simplemente por inercia no solemos hacerlo.

«Vale, estás loco». Que noooo, que no pongo en riesgo mi integridad. Prometido. De hecho, he llegado incluso a tener algún percance por estar calzado, pero eso lo dejaremos para más adelante…

La idea es la siguiente: si siempre lleváramos puestos unos guantes de goma gruesa, nos perderíamos todas las sensaciones táctiles que recibimos a través de la piel de las manos, ¿verdad? Sin embargo, sí que nos los ponemos para realizar ciertas tareas que implican un riesgo: coger cosas punzantes, o muy calientes, o congeladas… Pues con el calzado pasa un poco igual: hace ya tiempo que para mí es una herramienta, no algo que me pongo sin pensar al principio del día y me lo quito al final. Me pongo zapatos cuando hace frío (igual que me pongo los guantes), o para evitar quemarme con el asfalto en verano, o para pasar por sitios con pinchos (como campos de ortigas o zarzas), pero si no, prefiero sentir el suelo.

Sentir el suelo significa notar la textura del terreno que pisas, su temperatura, si se escurre o no (sólo con rozarlo ya lo sabes); significa que en un terreno irregular percibes si hay oquedades bajo tu pisada y por tanto si tu paso será en firme o en falso; significa acariciar el musgo mientras caminas sin necesidad de agacharte para tocarlo con las manos…

Son muchas las sensaciones que nos perdemos si siempre llevamos dos centímetros de goma bajo nuestros pies.

De las ciudades ya hablamos hace tiempo: es muy agradable sentir los distintos tipos de pavimentos y sus acabados: en Málaga, el centro es de mármol pulido, en Zaragoza es de granito desbastado; el asfalto y las líneas blancas de los pasos de cebra son mundos aparte; en los parques, hay césped y hay albero… Percibir esas diferencias extiende nuestro disfrute de un simple paseo, al ampliar el espectro de sensaciones que recibimos, no limitándonos a vista/olfato/oído.

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Y sí, en la ciudad se ensucian los pies (cuanto más grande y más coches hay, más negros se ponen). Pero luego los lavas y, oh maravilla, se quedan limpitos.  «¿Y no te da asco entrar en tu casa así?» Pues no: cuando entro me lavo los pies. Que levante la mano el que lave la suela de sus zapatos al entrar en casa…

Pero si en la ciudad es una gozada, en el campo ni os cuento. «¿Y no te pinchas?» Si me hiciera daño no andaría descalzo, ya que como digo es algo que uno hace por placer, no para sufrir. Y según el terreno, es más agradable o menos.

Veamos: la primera vez que uno le echa coj*#es y se quita los prejuicios y las trabas mentales, los pies están atrofiados (puede que hasta deformados por años y años de calzado inadecuado), con la piel de planta ultra fina y además reblandecida por el sudor, con la musculatura perdida y el panículo adiposo ausente… Así que si en esas condiciones se pone uno a pasearse por un camino de gravilla, pues sí, duele.

Pero es que hay que ir poco a poco. Hay que empezar por zonas de tierra o pasto, o por la acera, o sitios pavimentados en general. El pie irá fortaleciéndose y recuperando el tono muscular (andar por terrenos irregulares está recomendado para el tratamiento del pie plano por lo mismo); poco a poco iremos recuperando la «almohadilla natural» que tenemos en la planta y que se atrofia por falta de uso cuando nos calzamos con suelas de goma; y la piel se regruesará ligeramente, pero no penséis que le salen a uno callos o durezas, ¡es justo al revés! Las durezas salen del roce continuo con algo (por ejemplo, el borde del zapato). Si vamos descalzos, «gastaremos» esa piel muerta a cada paso que damos: efecto piedra pómez. La piel será algo más gruesa, sí, pero totalmente flexible, no como una suela rígida llena de grietas, que es como la gente se lo imagina.

Aquí os pongo unas cuantas fotos de sitios donde se puede «empezar» y donde, de hecho, es hasta más cómodo ir descalzo.

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Zonas de musgo, con agua, o caminos de tierra con hojarasca pero sin grava… ¡alfombras naturales! 🙂

Otro sitio chulo que es muy barefoot friendly: los árboles. De verdad. El agarre y el equilibrio que te proporciona el pie desnudo son geniales. Eso sí: si te escurres, te desuellas. Pero no ya los pies: las manos, brazos, piernas y todo lo que no lleves cubierto.

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Y otro sitio que es de cine para andar descalzo en el campo: las piedras grandes. Me refiero a piedras que sean más grandes que tu pie, de manera que apoyas toda la planta en una sola roca. En Córdoba hay una zona de bolos graníticos en la sierra que es increíble para darse un paseo así: Las Jaras. Es maravilloso poder notar la textura rugosa del granito matizada por los líquenes y el contraste con la suavidad del musgo húmedo…

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Por cierto, ¿habéis notado que en las fotos empiezan a salir personas variadas? ¡Es que esto es adictivo! Si no, que se lo pregunten a Dors_Seldon, o a Miki, o a Jacobo… Muchas veces nos falta el «empujoncito» para atrevernos a hacer algo, y en este caso no se trata más que de ver a alguien que ya lo está haciendo y que no ha muerto ni le ha dado gangrena ni tétanos ni septicemia… Así al menos me pasó a mí también: necesité ver a otro barefooter de mi ciudad para ser capaz de atreverme.

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(¿No os da envidia esta última foto, haciendo el Mowgli en el bosque? ¡A mí sí; ojalá pudiera ir todos los días un ratito!)

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Os cuento una última batallita. Nos habíamos propuesto hacer el Camino de Santiago durante la pasada primavera, por lo que antes era conveniente hacer unas cuantas caminatas de entrenamiento. Al final de las caminatas era frecuente que la gente acabara con los pies hinchados y rozados dentro de las botas… Yo, al no llevar, pues no tenía ese problema, y eso hacía que al llegar de nuevo a la ciudad fuera habitual esta imagen:

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Cuando por fin hicimos el Camiño (ruta del Norte), no pude estar descalzo el 100% del tiempo, ya que empezábamos a caminar muy temprano y la temperatura del suelo estaba muy cerca de los cero grados hasta bien entrada la mañana… Luego, a partir de las 12 o así, la cosa cambiaba, y se podía uno descalzar sin problema hasta el anochecer.

Pues bien: fue toda una experiencia pasear por los claustros del Monasterio de Sobrado dos Monxes y sentir la piedra desnuda de los pasillos y de la iglesia abandonada, y la hierba fresca de los patios. Eran, además, zonas bastante solitarias, y la sensación era maravillosa, una experiencia organoléptica global: ver los colores, las proporciones, la luz y la perspectiva; oler el pasto; sentir el suelo, frío y pulido a base de pisadas; escuchar el canto de los pájaros en la quietud de la tarde…

 

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No hace daño a nadie, ni a uno mismo (teniendo un mínimo de cuidado y de cabeza); es bueno para la salud (mejora la postura y la musculatura, y se libra uno de durezas, ampollas, deformaciones -dedo de martillo, juanetes-…); aporta sensaciones de las que de otro modo estamos privados; se camina con mayor sigilo y se molesta menos… ¡Hasta se ahorra dinero en zapatos! (suena a coña, pero en realidad es cierto también).

¿El único problema de andar descalzo fuera de la playa? La falta de aceptación social. El miedo al qué dirán y a las miraditas. Somos un país de cotillas… En el norte de Europa la gente no usa cortinas porque los vecinos no miran cuando pasan por delante de tu ventana. Igualito que aquí, vaya, que no estamos pendientes de nadie… En cuanto uno hace algo diferente ya lo están despellejando… En fin.

Desde este rinconcito de internet, ¡mucho ánimo a los barefooters del mundo! 😀

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Noviembre en el Castañar de Valdejetas

Repasando las entradas del blog casi no me lo podía creer cuando me di cuenta que aún no había subido ni una triste foto del castañar de Valdejetas. ¡Sacrilegio! Bueno, quizá es porque no es un sitio que frecuente a menudo, pero lo cierto es acudo con periodicidad anual, fiel a la cita desde hace tres o cuatro noviembres.

Como podéis comprobar, es un sitio absolutamente mágico, al menos para los que vivimos habitualmente rodeados de pinos, encinas y alcornoques. Y si bien es bonito todo el año, hay que rendirse ante los colores que muestra en otoño. Yo ya le tengo cogido el punto, y suele ser a mediados de noviembre.

Pero claro, no todos los noviembres son iguales. El año pasado, por ejemplo, tuvimos un otoño muy lluvioso, más frío y con mucho viento los primeros días de noviembre. El resultado fue que cuando llegamos al castañar quedaban pocas hojas en los árboles, y las que quedaban eran de unos preciosos tonos marrón rojizo.

Este año sin embargo el clima está siendo más benigno, lo que ha provocado que la hoja aún no esté tan marchita, y que se entremezclen los tonos amarillos con los verdes… Se nota perfectamente en las tonalidades de las fotos.

A ver si me acuerdo y otro día hago una actualización de la entrada con fotos del año pasado, para que podáis comparar 🙂

Como acabamos pronto nuestro paseo por Valdejetas, en el camino de vuelta decidimos hacer una parada en los Baños de Popea (otro sitio mágico del que ya hemos hablado en un par de ocasiones: aquí y aquí).

Nada nuevo que añadir, salvo que, como veréis en la última foto, ESTÁ TODO LLENO DE BASURA.

Qué asco. Y os puedo asegurar que eso no es lo peor que hemos visto… Hace cosa como de un mes, que fue la última vez que estuve, aquello parecía la feria. Lleno de gente. Lo cual no me parecería mal… siempre que lo dejaran todo tal y como se lo habían encontrado. A ver qué os parece esto: pasamos por un claro del bosque donde tenían montada una carpa, y como veinte personas debajo, haciendo su perol (picnic en cordobés). Y un poco más adelante, otras treinta personas de perol (creo que no exagero), y siguiendo aguas arriba el río Guadiato, un par de grupos más. Hasta ahí bien. El problema es que, a la vuelta, la gente se había ido. Pero no su basura (o al menos, no la de dos o tres de los grupos). ¿Y sabéis qué es lo más gracioso? Que la habían dejado RECOGIDA, metida en sus bolsas; cerradas y todo. ¡Y SE HABÍAN DEJADO ALLÍ LAS BOLSAS! En medio del bosque. No sé, supongo que esperarían que las recogieran David el gnomo y su mujer.

En fin. Me enciende este tema. Mi único consuelo es esperar que la basura dure allí el tiempo suficiente como para que los desalmados estos vuelvan por la zona, vean el estercolero en el que la han convertido, y empiecen a tomar un poco de conciencia ecológica.

Camino de Santiago. Ruta sanabresa.

Lo prometido es deuda, así que aquí lanzo la segunda edición de las crónicas veraniegas: «La Galicia Profunda a pie» o, lo que es lo mismo, el Camiño de Santiago.

Este verano he realizado, por tercera vez en mi vida, el último tramo (el que pasa por Galicia) de uno de los caminos de peregrinación que llevan a Santiago de Compostela. Pese a que soy una persona religiosa, he de confesar que mi principal motivación para hacer el Camiño no es la mística, o al menos no la que tiene que ver con el catolicismo. Para entendernos: si Santiago de Compostela estuviera en un desierto, seguramente no habría hecho la peregrinación a pie ni siquiera una vez.

Pero no es el caso. Santiago está en Galicia, en una de las zonas más verdes, más celtas de la península; y también más rurales y donde parece que el tiempo se detiene. El Camiño transcurre por incontables bosques de robles, que allí se llaman carballos; por calzadas que trazaron y construyeron los romanos y que aún hoy se usan tras dos mil años de historia; por valles con praderas verdes habitados por vacas pacícificas que miran indolentes al caminante mientras rumian, ajenas al tictac de cualquier reloj…

Podría seguir escribiendo líneas eternas y no acabaría, así que mejor empiezo a poner imágenes y así me ahorro unos cuantos miles de palabras.

 

 

Supongo que tras ver esto, los amantes de la naturaleza, de los bosques y los arroyos, entenderán por qué van ya tres veces las que me he liado la manta a la cabeza (o mejor dicho, me he echado la mochila al hombro) para patearme Galicia a pie. Este año ha tocado el «Camiño Sanabrés», del que he recorrido los ciento y pico kilómetros que separan Ourense de Santiago de Compostela. Y por supuesto, no han sido sólo paisajes los que he podido disfrutar junto con mis compañeros de aventura, sino también pueblos y ciudades preciosos. Por ejemplo, un gran descubrimiento fue la propia Ourense, quizá una de las menos conocidas de las capitales gallegas, y me atrevo a afirmar que inmerecidamente.

 

 
Entre otras cosas (e.g. el puente contemporáneo que cruza el río) me llamó mucho la atención la catedral, con su juego de volúmenes yuxtapuestos, pero sobre todo, con su Pórtico del Paraíso. Se trata de una especie de réplica, más pequeña, del famoso Pórtico de la Gloria de la catedral de Compostela, pero con la diferencia de que en Ourense se conserva (no sé si original o no) la policromía sobre la piedra, lo que nos da una idea de cuán diferentes debían de verse las catedrales en su momento de construcción, llenas de color en cada rincón. Me encanta, por cierto, que las figuras que adornan radialmente las arquivoltas sean músicos tañendo los instrumentos propios del medioevo.
 

Otro edificio religioso a destacar: el Monasterio de Oseira, por ejemplo, que me recordó bastante (no sé si fundamentadamente o no) a otro monasterio que es un clásico del Camiño del Norte: el de Sobrado dos Monxes. Pero si bien las construcciones renacentistas (como la de Oseira) son muy espectaculares, yo no dejo de maravillarme ante las pequeñas obras románicas como el Mosteiro de San Pedro de Dozón, del siglo XII, del que os dejo imágenes a continuación.

Sólo en Galicia podría haber un monumento románico al lado de un pequeño huerto de lechugas. Y seguramente, para el hortelano sea lo más normal del mundo, ya que la iglesia estaba ahí desde antes (bastante) que él naciera, ¿no?. Creedme: eso también es parte de la magia de Galicia.

Pues así, iglesia tras iglesia, pasito a pasito, tras seis días de camino al fin el peregrino divisa a lo lejos los campanarios de la catedral de Santiago, y cuando llega a la plaza del Obradoiro, la sensación es (si las circunstancias son favorables) de sobrecogimiento, de inmensidad, de pertenecer a algo más grande que uno mismo, algo que perdura por encima de las vidas de los hombres.

La fachada del Obradoiro es una maravilla barroca tallada en granito, aunque aún más espectacular resulta el templo al que se anexa: la obra cumbre del románico en España. El Pórtico de la Gloria me sigue sorprendiendo cada vez que lo veo, y van cuatro las veces que he estado en Santiago (la primera fue sin haber hecho el Camiño). Sorprende el realismo de las figuras, impropio de la época en la que se tallaron; sorprende su detalle minucioso y su perfecta conservación a lo largo de los siglos, propiciada sin duda por la dureza de la piedra granítica, que garantiza su resistencia a la corrosión, pero también al tallado. ¡Tuvo que ser una obra realmente titánica labrar una roca tan dura con un nivel tal de decoración!

Anexo a la catedral es también visitable el claustro renacentista, tapizado con las sepulturas de los canónigos de la catedral desde no sé qué siglo hasta nuestros días. También anexa al templo principal se encuentra la iglesia de Santa María la Antigua, una capillita que fue fagocitada por las sucesivas ampliaciones de la catedral y a la que se accede sólo desde el interior de ésta. Me encanta cómo en las sucesivas reconstrucciones y rehabilitaciones han sabido conservar en sabor medieval del sitio.

Pero Santiago no es sólo la catedral: es una ciudad preciosa, con un casco histórico de piedra repleto de edificios singulares y rincones encantadores. Por dejaros unas muestras: una escultura de María Virgen pero, ah, embarazada (creo que es la primera vez que lo veo), que se puede ver en la portada de la iglesia de Santa María Salomé (madre del Apóstol Santiago). Por cierto, que también se aprecia la policromía de esta portada detrás de la Virgen, si os fijáis en la foto. Otra muestra: una escultura de un señor medio decapitado (no me preguntéis quién es o qué le pasa: no tengo ni idea, pero la escultura merecía la foto). O por acabar con los ejemplos, os dejo también una imagen del CGAC: el Centro Gallego de Arte Contemporáneo. Las exposiciones son temporales, y debo decir que la que he visto este año era francamente decepcionante, pero aún así el edificio en sí bien merece la pena la visita.

Después de dos días en Santiago, para acabar nuestro periplo en un sitio mítico, decidimos alquilar un coche para visitar el que durante mucho tiempo fue considerado el fin del mundo conocido: el cabo de Finisterre (o Fisterra, en gallego). Pero en lugar de dirigirnos directamente al pueblo homónimo y al famoso faro, nos metimos (GPS en mano) por un camino de cabras para llegar al punto que geográficamente sería el más occidental de la Península. Helo en las siguientes fotos:

Después de lo que fue una pequeña aventura (intentando no despeñar el coche) almorzamos en un bar cercano y pasamos la tarde en una playa del cabo, que por los colores de la arena, del mar y del monte era una mezcla entre caribeña y cantábrica de lo más curioso… Ya en casa viendo las fotos, los colores me recordaron a la playa de Bolonia (ver entrada «Verde, amarillo y azul»)

Y ya cercano el atardacer dirijimos nuestros motorizados pasos hacia la puntita del cabo de Fisterra, donde está el faro, el fin del mundo, y cienes y cienes de peregrinos y turistas (como nosotros).

Pero saturado de gente o no, lo cierto es que la visita merece la pena. No sé, será que el romanticismo que le añade eso del «Fin del Mundo» mejora las vistas. Para acabar, mi pequeño guiño a la gastronomía gallega: un platito de pulpo a feira que me tomé en Cea y que estaba de muerte. Lo juro por Tutatis.

Rincones olvidados

Ayer fue un día raro.

Me apetecía muchísimo ir a dar un paseo por el campo, ya que con todo lo que ha llovido este invierno, estamos teniendo una primavera de película: agua en todos los arroyos, musgo en todos los rincones… Sin embargo, media hora antes de salir por la puerta de casa, ocurrió LA LLAMADA. La llamada en la que mis amigos se rajaban y se me fastidiaba el plan. Decepción, fastidio (porque ya tenía los bocadillos preparados), etcétera. El caso es que al final, a base de negociar, conseguimos juntarnos tres, sólo que en vez de hacer la ruta senderista que teníamos prevista originalmente acabamos haciendo otra mucho más corta y que estaba al lado de la propia ciudad. Y no puedo decir que no me gustara; al revés: fue una preciosidad y todo un descubrimiento. Pero me supo a poco. Y como aún tenía más de la mitad del domingo libre, decidí visitar algunos rincones olvidados de la sierra que tenía en la recámara. Os cuento.

Cada vez que subo con el coche a la casa de campo de mis padres, paso por un par de sitios que siempre me quedo con ganas de ver, pero en los que nunca me paro porque voy con prisas. Sé que es una tontería, pero había fantaseado muchas veces sobre esos lugares. ¿Cómo serían una vez que estuviera dentro? ¿Habría algo más que lo que se ve desde la carretera? ¿Merecería la pena volver, o serían, por el contrario, decepcionantes? La verdad es que me inclinaba más bien por esto último, pero si no los visitaba no lo iba a averiguar nunca, así que me puse manos al volante.

El primero de los lugares de mi imaginación, de esos rincones olvidados de la sierra, es un camino de tierra que discurre bajo una bóveda vegetal. Al llegar a cierta curva de la carretera, surge a la derecha, y parece que se adentra en el trozo de bosquecillo que queda encerrado por la propia curva, como si fuera un atajo.

Pues bien, llegué sin problemas y dejé el coche en una explanada que hay unos 10 metros más allá, para adentrarme (ya a pie) en el camino. Me sentí estúpidamente emocionado por estar haciendo algo que me apetecía mucho desde hace años y que no había hecho todavía por no pararme diez minutos. ¿Y qué me encontré dentro? Pues… justo lo que me esperaba. Un senderito que desembocaba en el otro extremo de la curva de la carretera, con musgo en las lindes y margaritas en los claros en los que los árboles dejaban pasar los rayos de sol.

Hubo alguna sorpresa, no obstante. La primera, comprobar que el suelo estaba mucho más frío de lo que me esperaba (supongo que por la umbría). Y la segunda, ver que el camino estaba conectado con otros senderos que, en general, discurren paralelos a la carretera, y que son utilizados por ciclistas y senderistas. Parece que mi camino secreto no era tan secreto… ¡Pero al menos, ahora lo sé! 🙂

De nuevo en el coche, me dirigí hasta el segundo de los rincones olvidados que quería visitar. Se trata del paisaje que se ve desde una curva de la misma carretera pero unos cuantos kilómetros más abajo, justo pasado un mirador desde el que se divisa toda la ciudad. En el extradós de la curva hay una pequeña explanada de tierra que, como tantas otras veces, pensé que sería perfecta para dejar el coche. La diferencia es que esta vez lo dejé. Nuevamente, no era tan espectacular como pensaba, pero aún así me encantó haberlo visto. Había un gran eucalipto bajo el cual se amontonaban (literalmente) todas las hojas que se le iban cayendo (las hojas del eucalipto son tan duras y ácidas que no dejan que crezcan otras plantas). Era como un colchón blandito a escasos cincuenta centímetros de la carretera. Más allá se veían unas rocas cubiertas de vegetación, que era lo que siempre me había llamado la atención, y que me siguen pareciendo muy bonitas. No obstante, me llevé un par de decepciones. La primera fue constatar que de aquel lugar no salía ningún sendero hacia la parte de arriba de las rocas (que era lo que anhelaba); y la segunda, comprobar que estaba todo el suelo lleno de basura. Mi segundo rincón olvidado TAMPOCO era tan secreto…

Pero fuera como fuese, yo me sentía muy feliz de haber visitado ambos sitios. De hecho me sentía tan bien que necesitaba más; aún no me había quitado el mono de naturaleza… Así que como sólo eran las seis de la tarde, llamé a un amigo y, media hora después, ambos entrábamos en mi parque favorito. Es mi favorito porque es de los pocos parques que quedan en los que te puedes salir de los caminos y pisar el suelo (que no césped) que te rodea y pasear bajo árboles de gran porte sin que esté todo lleno de bordillos, de parterres con horribles dibujitos hechos con flores de colores, y de setos que te impiden el paso.

Hice esta foto con los últimos rayos del sol colándose entre las ramas más bajas del árbol junto al cual estuvimos sentados mucho rato charlando. Espero que alguna vez nuestros gerentes de urbanismo se den cuenta de que estos parques son más agradables para estar y más baratos de mantener. Los otros nos son parques… son jardines.