Hace ya tiempo (demasiado) que no escribo nada en el blog… La verdad es que encuentro la interfaz de subida de fotos demasiado tediosa, y desde que descubrí Instagram le estoy poniendo los cuernos a WordPress; mea culpa. Pero así es; la pereza me puede.
El caso es que durante este tiempo mucha gente ha seguido escribiendo comentarios en ciertas entradas, especialmente en las referentes al descalzismo o barefooting. Con algunas personas he llegado a intercambiar eMails, y me contaban, entre otras cosas y para mi sorpresa, que este humilde blog de fotos de viajes y recetas de cocina (amén de cualquier tema tangencial que se me antoje interesante) se había convertido en una especie de punto de encuentro internáutico para gente a la que, como a mí, le gusta andar descalza. Y nos referimos, claro, a andar descalzos no sólo por casa o en la playa, sino en cualquier situación de la vida diaria (en mi caso, y desde hace ya años, cada vez intento extender más esta práctica que considero saludable para mi musculatura y por qué no decirlo, para mi cabeza: es algo que me relaja enormemente y que echo de menos cuando no lo puedo llevar a cabo durante un tiempo prolongado).
Así que, intentando por un lado retomar mi afición a las fotos de naturaleza y viajes, y por otro potenciar que este rincón de la web sirva para dar a conocer esta práctica del «barefooting», os ofrezco las imágenes de los últimos sitios que he visitado junto con Dors_Seldon en un viaje en que, evidentemente, los zapatos se quedaron en casa. Eso sí; me tenéis que disculpar que las caras salgan algo borrosas: sigo siendo un poco tímido en la red.
Empezamos nuestro periplo en Zaragoza, visitando el Pilar y remojándonos un poco en la fuente de la plaza… No es algo que haga habitualmente (lo de meternos en fuentes, digo), pero con la ola de calor que hemos tenido este julio la tentación era demasiada.
También en Zaragoza visitamos la Aljafería. Es un monumento que merece mucho la pena, ya que aunque cuesta evitar las (odiosas) comparaciones con otras obras de arquitectura islámica como la Alhambra de Granada o la Mezquita de Córdoba, en realidad cada una de estas obras tiene un estilo arquitectónico diferente, y la Aljafería es la única de la época de los reinos de Taifas, mientras que la Alhambra es nazarí y la Mezquita es califal.
Pero el plato fuerte del viaje vino al día siguiente, cuando visitamos el pirineo aragonés. La provincia de Huesca nos tenía reservados unos impresionantes paisajes que trataré de describiros a continuación.
Lo primero que hicimos fue subir al valle de Ordesa y realizar una ruta de senderismo que, si bien es durilla, merece la pena sobradamente: la Senda de los Cazadores. A las fotos me remito:
Por la Senda se llega hasta la cascada de la Cola de Caballo, que forma (si no recuerdo mal) el río Arazas a su entrada en el Circo del Soaso.
El camino de vuelta lo hicimos por el valle, siguiendo el curso del río y adentrándonos en preciosos hayedos y bosques de caducifolias, extasiados ante lo que teníamos ante los ojos y lo que nuestra imaginación nos adelantaba que sería el otoño.
Eso sí: al día siguiente el cansancio era patente, así que nos decidimos por un turismo más «urbano» y nos fuimos a visitar el Monasterio de San Juan de la Peña, en Santa Cruz de la Serós; una preciosidad tanto por su enclave como por su mezcla de estilos arquitectónicos, entre los que destaca uno de mis favoritos: el románico.
Ya más recuperados nos decidimos a hacer una rutita corta por el Valle del Bujaruelo, que aunque no tiene la majestuosidad de Ordesa nos dejó también grabadas en la retina algunas imágenes como ésta de las aguas turquesas del río Ara… Yo sé que soy muy peliculero, pero a mí me recordaba un decorado de Piratas del Caribe a escala.
Otro de los días hicimos una ruta en coche por el Cañón de Añisclo. Es muy curioso, porque la ruta consiste en una carretera de montaña tan estrecha que dos coches no pueden cruzarse salvo en los ensanches ad hoc que hay cada ciertos metros. Por ello, y dada la afluencia de turistas que hay en verano, en esta época del año la carretera se convierte en una calzada de sentido único, y es una gozada poder ir despacio o incluso pararte y bajarte del coche para admirar el entorno sabiendo que no te va a venir nadie de frente.
Ya casi llegando al final se puede hacer una pequeña ruta de senderismo donde se pueden ver la ermita de San Úrbez o las chorreras del río Asos.
Y qué mejor manera de acabar el día que dándose un paseo por Torla, el pueblo que sirve de entrada al valle de Ordesa, pintoresco a más no poder.
Y así dejamos el Pirineo, pero aún nos quedaban algunos destinos en nuestra ruta para el viaje de vuelta. Como por ejemplo, Albarracín: una preciosidad de pueblo de la provincia de Teruel derramado por un monte, con una topografía de ensueño (o de pesadilla, dependiendo de si eres un turista o el arquitecto que tiene que dibujar el plano).
Tras dejar Albarracín tomamos la carretera hasta Cuenca, la que pasa por toda la serranía y te permite acercarte a rincones tan especiales como el del nacimiento del Río Cuervo. Desgraciadamente, el río tenía muy muy poca agua en ese momento, aunque siempre es agradable pasear a la sombra de los imponentes pinares.
Finalmente acabamos nuestra ruta en Cuenca, una ciudad pequeña pero con mucho encanto, y con una particularidad que no había visto en otros sitios orográfica que no había visto en otros sitios. Y es que ciudades al borde de un precipicio hay bastantes. ¡Pero ciudades que tengan precipicio por los dos lados ya no hay tantas! 😀